De Allá: Exposición “El Jardinero”, Ernesto Crespo

De Allá: Exposición “El Jardinero”

Ernesto Crespo

22.03.2025

Galería PlusArtis (Madrid)

Hay algo profundamente perturbador en la obra de Ernesto Crespo. Un temblor, una grieta, una especie de ceremonia contenida que estalla, no en el grito, sino en la pausa. El Jardinero, su más reciente exposición en Plus Artis, no es una exposición —al menos no en el sentido clásico del término. Es un lugar. Un umbral. Un jardín suspendido entre el artificio escénico y la devoción privada. Una suerte de microteatro donde cada imagen se erige como una escena ritual, una oración muda dirigida no a los dioses, sino al misterio de lo sensible.

Inspirado en el libro La jardinería como arte sagrado de Jeremy Naydler —texto que en sí mismo ya posee algo de tratado hermético y de arte menor—, Crespo no ilustra, no adapta, no traduce. Se apropia del gesto simbólico y lo reinserta en su propio aparato visual, atravesado por la teatralidad, la melancolía y un uso casi espiritual del color.

El verde que recorre las obras no es botánico. No es natural ni reproducible. Es un verde alucinado, destilado, pulido como un mineral. Un verde que más que mirar, se escucha. Un verde que recubre como un susurro y no como un follaje. Cada variación tonal es un matiz del estado anímico. No se trata aquí de representar la naturaleza, sino de hacerla devenir atmósfera.

En El Naranjo, un hombre —abnegado, meticuloso, casi ridículo— se encarama en una silla para cortar hojas blancas que cuelgan de un árbol oscuro como una amenaza. ¿Jardinería o exorcismo? ¿Cuidado o control? La escena, en su composición elegante y su absurda lógica interior, revela el núcleo obsesivo de la obra de Crespo: la pulsión de ordenar lo inasible, de domeñar lo vivo con una coreografía de precisión escénica.

Crespo piensa como un escenógrafo. Sus cuadros no se pintan: se montan. Se diseñan como escenografías donde cada objeto, cada sombra, cada línea de fuga obedece a una lógica teatral. No hay elementos arbitrarios. Todo está bajo control. Pero, paradójicamente, en ese control se filtra lo inquietante, lo surreal, lo espectral.

En El Tramoyista, el gesto se vuelve grotesco: un hombre sobre zancos poda un ciprés erecto como una columna fálica. Al fondo, un paisaje que no es paisaje, sino telón. Como si estuviéramos asistiendo al rodaje de un film perdido, de una escena que alguien decidió suprimir del montaje final.

Pero el momento de mayor condensación simbólica llega con el díptico El Gran Jardín. Un teatro representado desde el escenario hacia el público. O mejor: un teatro dentro de otro teatro. Una mise en abyme de la representación donde las plantas falsas —grandes, blancas, geométricas— ocupan el lugar de lo real. Aquí, el jardín no es naturaleza: es montaje. Es simulacro. Es el delirio controlado de un escenógrafo que ha decidido reemplazar el mundo con su maqueta.

Esa misma maqueta —reproducida tridimensionalmente como instalación bajo el mismo nombre— es la obra más silenciosa y quizá la más potente de toda la exposición. Hecha en madera clara y papel recortado, recuerda a las maquetas teatrales del siglo XIX. Pero también a un altar, a una cápsula de tiempo, a una urna de fragilidades. No hay nada que sobre. Todo en Crespo parece responder a una economía precisa de las formas, a una voluntad de ocultar más que de mostrar.

Desde sus proyectos anteriores, Crespo ha mostrado una fidelidad radical a una poética del montaje: imágenes detenidas, cargadas de una densidad emocional que no se consume en la primera mirada. Hay una reverencia por el encuadre, por el fragmento como unidad narrativa, por la escena como forma de pensamiento. Nada se le escapa. Ni la nostalgia. Ni el peso del pasado. Ni esa vocación suya por la melancolía escenificada.

El espacio reducido de Plus Artis, lejos de ser una limitación, se vuelve cómplice. Cada pared funciona como bastidor de una escena. Cada cuadro como una cápsula de sentido. El espectador no pasea: recorre. No mira: espía. Como quien atraviesa el ensayo secreto de una obra nunca estrenada.

Y es que toda la muestra está atravesada por una dramaturgia visual. Las pinturas, que se disponen como fragmentos de un film perdido, revelan la formación de Crespo como diseñador escénico. Hay en ellas una consciencia espacial aguda: cada objeto, cada sombra, cada vacío tiene una función dramática. No representan jardines reales, sino espacios psicológicos, paisajes del alma recubiertos de musgo emocional. El encuadre pictórico no es el del ojo naturalista, sino el del lente cinematográfico; hay algo de Antonioni o de Greenaway en la manera en que Crespo compone sus imágenes: el silencio, la espera, la tensión latente.

El Jardinero no es una exposición sobre jardines. Es una exposición-jardín. Una en la que las obras brotan con la cadencia de lo orgánico, con la precisión de lo escénico y con la mística de lo sagrado. Ernesto Crespo no pinta plantas: cultiva símbolos. Y en ese acto silencioso y reverente que es su obra, nos recuerda que, como dijo Novalis, “el arte es la religión secreta de nuestra época”. Aquí, con pigmento y paciencia, con diseño y devoción, Crespo nos lo susurra en verde.

Ernesto Crespo no pinta jardines. Ni siquiera pinta jardineros. Lo que pinta es la pulsión de contener, de estructurar, de ritualizar el caos. Pinta la obstinación de quien necesita domesticar el mundo a través del artificio. Y en ese acto, tan íntimo como político, revela que la jardinería —como el arte, como la vida— no es un acto de control, sino una forma de resistencia poética ante la entropía.

Este jardinero no cultiva flores. Cultiva símbolos.

Y con ellos, nos entierra.

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