De Allá: Exposición Idos de revoluciones, Lorena Gutiérrez & Maikel Sotomayor

De Allá: Exposición Idos de revoluciones

Colectiva (Lorena Gutiérrez Camejo & Maikel Sotomayor)

11.09.2025

Galería PlusArtis/Pan American Art Projects

Hablar de poder —advierte Nayr López García en el texto curatorial— “podría llevarnos a un terreno peligroso”. Y tiene razón. El poder oficializa, cercena, corrompe. Y en Cuba, además, se repite hasta volverse consigna, hasta vaciarse de sentido. Idos de revoluciones, exposición bipersonal de Lorena Gutiérrez Camejo (La Habana, 1987) y Maikel Sotomayor (Manzanillo, 1989), se atreve a tocar esa llaga desde Madrid, y lo hace con bisturí en dos cortes precisos: primero la isla como cartografía rota, después la isla como contabilidad absurda. El título funciona como epitafio y advertencia. No se trata de revoluciones ausentes sino de revoluciones idas, gastadas, que ya solo producen ruido circular. Lo que aquí se muestra no es épica ni nostalgia, sino restos, astillas, escombros de relatos oficiales, que los artistas convierten en metáforas corrosivas entre lo real y lo especulativo.

De izquierda a derecha Lorena Gutiérrez, Nayr López y Maikel Sotomayor. https://www.artcronica.com/ac-noticias/idos-de-revoluciones-dos-artistas-cubanos-en-espana/

(…)

La primera etapa de la exposición Idos de Revoluciones no se construye como un conjunto de obras sueltas, sino como un sistema de interrogaciones sobre la Isla: la Isla como geografía, como mito fundacional, como dispositivo ideológico y como superficie sometida a presiones materiales e imaginarias. La propuesta no busca consolidar una imagen, sino erosionar los marcos desde los cuales ha sido producida históricamente. El paisaje, la cartografía, el archivo visual y la retórica de la nación se convierten aquí en materia de fricción.

Lo más significativo de esta etapa es su capacidad para desplazar los signos habituales del relato nacional sin caer en la nostalgia ni en el espectáculo de la denuncia. Las artistas trabajan desde el giro contemporáneo de la materialidad crítica, donde los objetos (presas de escalada, sargentos, ladrillos, postales, discos ópticos) no ilustran una idea, sino que actúan como artefactos que piensan. Su disposición no es alegórica: es operativa. Las obras se instalan como dispositivos que interfieren con los marcos de sentido ya establecidos sobre Cuba y su historia.

Ese gesto es fundamental en un momento en que el arte latinoamericano —y el cubano en particular— enfrenta la fatiga de sus grandes narrativas. La épica revolucionaria, la insularidad heroica, la excepcionalidad cultural o el exotismo tropical han sido durante décadas los ejes de representación más persistentes. Sin embargo, esta exposición opta por otro camino: el de la disolución crítica de los relatos hegemónicos, a través de estrategias que combinan la fragmentación, la superposición, la inversión jerárquica y la cita arqueológica.

Uno de los grandes aciertos curatoriales de Nayr López García es la alternancia entre lenguajes plásticos distintos (instalación, pintura, ensamblaje), que no compiten entre sí, sino que articulan un diálogo sutil pero persistente. La relación entre las piezas de Lorena Gutiérrez Camejo y Maikel Sotomayor no se da por vía temática ni formal, sino a través de una complementariedad crítica: mientras las instalaciones erosionan la representación de la isla como contorno fijo o como unidad abstracta, las pinturas de Maykel ponen en crisis los signos del poder y la heroicidad desde la narrativa visual.

La selección de materiales no es neutra: responde a una lógica que podríamos situar dentro del arte poscontemporáneo que se interroga por los sistemas de circulación, archivo y poder. Las presas de escalada transforman el mapa en superficie precaria de esfuerzo; los sargentos que aprietan deforman la cartografía desde una lógica técnica; las postales se organizan como falso archivo global cuya base indígena revela las tensiones entre modernidad y raíz; los discos de colores remiten a un colonialismo difuso, multiplicado, no siempre evidente. Todo esto construye un lenguaje que hace visibles las capas superpuestas de historia, violencia y deseo que sostienen la identidad nacional.

La pintura, por su parte, se presenta como espacio de resistencia a la literalidad de la imagen. El caballo devorado por la selva, el perro que ladra sin respuesta, el políptico de fragmentos inconexos: todos funcionan como contrapuntos al discurso monumental, proponiendo en su lugar un registro de lo íntimo, de lo residual, de lo que no encaja. En estos gestos hay una voluntad de desmontar la visualidad dominante para plantear otra narrativa: menos coherente, más ambigua, pero profundamente reveladora de las tensiones del presente.

La exposición, además, introduce una crítica implícita a la categoría de “lo cubano” como marca homogénea o fácilmente reconocible, especialmente en el contexto de la circulación internacional del arte. Al rechazar la espectacularización de la identidad, las obras resisten su conversión en mercancía cultural. En su lugar, lo que aparece es una isla incómoda, contradictoria, difícil de representar. Una isla como síntoma, no como emblema.

En este sentido, Idos de Revoluciones se inscribe en una línea de prácticas artísticas que no buscan reconstruir una verdad perdida, sino exponer las condiciones materiales e ideológicas bajo las cuales se ha construido una determinada imagen del país. Lo que se revisa aquí no es la historia, sino la manera en que la historia ha sido producida, reproducida y codificada visualmente. No es un archivo, es un antiarchivo.

La museografía, sin embargo, no siempre acompaña con la misma contundencia esta sofisticación conceptual. En algunos pasajes, la distribución espacial diluye los vínculos entre obras, y se echa en falta una mayor atención a los ritmos de lectura. Las piezas, que funcionan con gran potencia crítica cuando se leen en continuidad, a veces aparecen aisladas o expuestas con cierta frialdad formal. Esa disociación entre contenido crítico y presentación museográfica no invalida el conjunto, pero sí subraya la importancia de pensar el montaje como parte integral del discurso.

II. Etapa

Si la primera etapa de la exposición desfiguraba la cartografía insular para desmontar sus relatos fundacionales, la segunda introduce un viraje aún más inquietante: el paso del mapa al recibo, del cuerpo geopolítico a la economía emocional de la deuda, de la tierra al flujo. Lo que en un primer momento se inscribía en la superficie simbólica del territorio, ahora se transfiere a los sistemas abstractos que rigen la circulación de bienes, afectos e imaginarios en el Caribe global. Y en ese tránsito, Idos de Revoluciones se alinea con una de las grandes preocupaciones del arte contemporáneo latinoamericano: la necesidad de reescribir los lenguajes de poder que han dictado tanto la imagen como el valor del Sur Global.

Esta transición no es lineal ni progresiva, pero sí coherente. En términos curatoriales, podría leerse como un desplazamiento de la superficie hacia el sistema. Si antes el énfasis estaba en los contornos —la geografía, el mapa, el símbolo— ahora se traslada al circuito: el dinero, la deuda, el consumo, el intercambio. Se trata, en efecto, de una segunda etapa donde el gesto artístico deja de insistir en la historia para adentrarse en la economía política del presente. No en términos macro, sino a través de microrrelatos que exponen la dimensión afectiva, corporal y subjetiva del capital.

El punto de inflexión lo marca una de las instalaciones más potentes de Lorena Gutiérrez Camejo: una tríada de cajas registradoras que emiten incesantemente rollos de papel donde la única palabra que se imprime es “COBRADO”. No hay matiz, no hay pausa. Todo ha sido cobrado: la fruta, el cuerpo, el deseo, la nostalgia. La operación es sencilla, pero feroz. Las cajas no acumulan billetes: escupen símbolos inútiles, residuos de valor falsificado —caramelos vencidos, fichas de casino, piedras doradas sin peso—, en un gesto que subvierte la promesa de la mercancía como portadora de sentido. En lugar de tesoro, basura contable. La economía, aquí, se presenta como teatro absurdo: todo se cobra, pero nada vale.

Este gesto conecta con una crítica central al capitalismo tropical: su habilidad para vaciar de contenido cualquier signo y monetizar hasta el residuo más banal. Lo que en otro contexto podría entenderse como precariedad, aquí se formaliza como protocolo. No es que falte valor: es que el valor se ha vuelto absurdo. La economía no fracasa; persiste en su lógica de saturación y simulacro.

La instalación “Lo más difícil de emigrar es el primer año, dicen” introduce una operación doble: por un lado, se apropia de los números mensuales de El País Semanal, esa cápsula editorial de la mirada europea sobre el mundo; por otro, los reconfigura con una estética que remite a las pinturas rupestres taínas de las cuevas cubanas. El resultado no es solo una denuncia del bombardeo visual de las industrias mediáticas, sino una reinscripción de la agencia indígena sobre las superficies del presente. Como si el gesto de intervención devolviera a los cuerpos colonizados la capacidad de marcar la imagen, de trazar signos sobre un papel que los invisibiliza. La migración, entonces, no es solo desplazamiento físico o crisis identitaria: es el campo donde la representación se convierte en blanco de tiro y donde las herencias simbólicas —como la gráfica taína— emergen para sabotear el canon visual dominante.

Ese canon se quiebra también en la instalación bursátil donde una gráfica histórica —el precio de la libra de azúcar— se convierte en alegoría del colapso productivo. A un lado, las cifras doradas del pasado, donde la libra llegó a valer 16 centavos. Al otro, el valor actual, reducido y testimonial. Entre ambos extremos, una balanza inestable recoge el goteo de aluminio fundido, el residuo de un modelo agotado. La materia se convierte en metáfora: el metal, que alguna vez fue símbolo de industria y modernidad, aquí chorrea como sudor residual de una maquinaria rota. La curva bursátil, normalmente asociada a abstracciones tecnocráticas, se vuelve performativa, corpórea. Y es que uno de los gestos fundamentales del arte latinoamericano actual ha sido este: encarnar lo económico, devolverle carne, peso, síntoma.

En esa línea se sitúa también “Compro oro”, instalación construida a partir de espejos rotos y los colores chillones de la publicidad urbana madrileña. El cruce es tan brutal como certero: por un lado, los letreros callejeros que reducen el valor humano al gramo de oro; por otro, el recuerdo histórico de los espejos que los colonizadores intercambiaban por oro con los pueblos originarios. Aquí se activa otra de las estrategias clave del arte decolonial: la genealogía del saqueo simbólico. Lo que antes fue intercambio fraudulento hoy persiste en forma de precariedad mercantil. El espectador se ve, pero se ve roto, dislocado, multiplicado. Ya no hay posibilidad de reflejo pleno, porque la historia misma es un espejo astillado. Cuba y su diáspora se ven desde Madrid en esos fragmentos, pero lo que devuelven no es identidad, sino fractura.

Frente a estas instalaciones de Lorena, la pintura de Maikel no suaviza el discurso: lo condensa. Sus lienzos actúan como espacios de tensión dual, donde cada escena está habitada por dos figuras. Esta repetición no es decorativa ni anecdótica: alude a la escisión existencial del sujeto migrante, a la constante coexistencia de lo que se fue y lo que se es, del cuerpo que permanece y el que se adapta. Es en esa duplicidad donde las obras adquieren espesor crítico.

En el trabajo de Maikel Sotomayor, la repetición de dos figuras en cada lienzo no es un recurso compositivo, sino una estrategia conceptual para pensar la escisión del sujeto migrante: la coexistencia simultánea de quien parte y quien permanece, de quien trabaja y quien sueña, de quien desea y quien renuncia. Las obras, tomadas en conjunto, dibujan una cartografía afectiva del desarraigo donde emergen tres vectores centrales. Primero, la dimensión del trabajo invisibilizado, ese sostén silencioso que sostiene las economías ajenas y marca la experiencia migratoria con esfuerzo físico y precariedad. Segundo, la tensión entre lo propio y lo ajeno, la atracción por lo exótico frente al abandono de lo autóctono, que señala cómo el deseo migrante se construye desde valores y símbolos impuestos por otros. Y tercero, la erosión identitaria: la pérdida de rostro, de estabilidad, de pertenencia, que convierte la vida en tránsito en una forma de anonimato.

En estas pinturas no hay un relato lineal ni un juicio explícito, sino una intersección crítica entre cuerpo, deseo y desplazamiento. Sotomayor convierte la escena tropical en un laboratorio de relaciones económicas y emocionales, donde cada gesto habla de precariedad y aspiración, de movilidad e imposibilidad. Así, la serie no tematiza la migración: la piensa desde dentro, desde sus contradicciones, mostrando que la dualidad del emigrante no es solo un estado transitorio, sino una condición estructural del presente.

Estas obras son también un comentario pictórico sobre la doble condición del artista migrante: sujeto escindido entre lo que deja atrás y lo que intenta habitar. La pareja no es solo compañía: es reflejo y contradicción, es lo que permite sostenerse en la frontera entre mundos. La pintura, lejos de ser ilustrativa, se convierte en un espacio donde el color, la anatomía y el gesto comunican lo que no puede decirse en cifras ni en manifiestos.

La conexión con la primera etapa es evidente, pero no literal. Lo que allí eran mapas, fragmentos, topografías y códigos identitarios, aquí se convierte en economía, transacción, deuda emocional. Y sin embargo, ambas etapas comparten una misma pregunta de fondo: ¿cómo habitar un cuerpo, un país, una memoria que ha sido colonizada por múltiples capas de poder, simbólicas y materiales?

(…)

Lorena y Maikel no ilustran una tesis decolonial: la encarnan desde sus propias trayectorias vitales, desde los materiales que eligen, desde los códigos visuales que cruzan. Lo indígena, lo tropical, lo pop, lo económico, lo doméstico, lo mediático, todo se enreda en un sistema de signos inestable que rehúye la comodidad de la lectura unívoca. Y en ese enredo está lo político: en desmontar las categorías desde las que se ha contado —y contabilizado— Cuba.

Si algo deja claro esta exposición es que ya no es posible hablar del arte cubano desde las lógicas del centro. El mapa ha sido dado vuelta, el relato ha perdido linealidad, y la épica ha sido sustituida por la persistencia de lo fragmentario. Quedan los cuerpos que insisten, las imágenes que resisten, las ruinas que aún emiten calor.

Porque “idos”, en esta exposición, no alude a una fuga, sino a una transformación. Y si hay revolución todavía posible, no estará en el regreso a ningún origen, sino en el modo en que esos restos —esas presas de escalada, esas frutas sostenidas, esos fragmentos de espejo— siguen generando preguntas que no se pueden esquivar.

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