Exposición Acto de Fe, José Ángel Toirac

Exposición Acto de Fe

José Ángel Toirac

15.05.2025

Galería Villa Manuela

La Galería Villa Manuela, que tantas veces ha sido un refugio para el arte cubano contemporáneo más arriesgado, acoge ahora una exposición que no solo se mira, sino que se escucha por dentro: Acto de Fe, del Premio Nacional de Artes Plásticas José Toirac. No hay solemnidad impostada, ni pirotecnia conceptual. Hay, en cambio, un silencio denso, como el que queda después de una oración no respondida.

La exposición se articula como un conjunto de ofrendas laicas, en las que el cuerpo —y el mito— de José Martí se despliega a través de fragmentos, objetos encontrados y símbolos tallados con la exactitud de quien no quiere ilustrar nada, sino sugerirlo todo. Y es que Toirac no viene a enseñarnos un Martí nuevo, sino a recordarnos lo mucho que hemos olvidado del que ya existía.

Desde el umbral, el espectador intuye que no está ante una exposición sobre Martí, sino dentro de un territorio simbólico donde cada pieza es una clave, un residuo, una duda. No hay didactismo, pero sí una invitación constante a leer entre las grietas.


Una de las primeras piezas que interpela al visitante es «Alma», una roca de mármol que sostiene un grillete de hierro del siglo XIX, en cuyo arco se ha grabado la palabra “PATRIA” con pan de oro. El contraste entre la nobleza del oro y la crudeza del metal oxidado no es gratuito: hay algo profundamente simbólico en esa inscripción luminosa sobre un objeto que nació para atar. El grillete, más que una reliquia, funciona como alegoría del sacrificio, del cuerpo sometido, de una nación que ha confundido durante demasiado tiempo la libertad con el dolor. Aquí la patria no es promesa: es cicatriz.

A pocos pasos, una cruz de madera tosca lleva grabada la palabra “CUBA”. No es una cruz para venerar; es una cruz para cargar. Y en ese gesto, Toirac nos habla de la relación entre la nación y el sacrificio como un vínculo que hemos naturalizado peligrosamente. La madera está envejecida, sin barniz ni brillo. El país —parece decirnos el artista— no necesita santos nuevos, sino exorcismos.


Pero quizás una de las piezas más conmovedoras —por su sutileza, por su eficacia simbólica— sea la que reúne tres tablillas de madera, cada una con una inscripción: Santo Ángel Custodio (12.2.1853), Ángel Guerra (15.4.1895) y Ángel de la Guardia (19.5.1895). El juego con los nombres, las fechas y la iconografía angélica construye una cronología simbólica del nacimiento, combate y muerte de Martí. La inclusión de un ala dorada, medio caída sobre una de las tablas, aporta un dramatismo contenido, casi litúrgico. No es una exaltación, sino un réquiem.


Y es que Acto de Fe está más cerca de un altar que de una sala de exposiciones. Cada obra funciona como una reliquia laica, como una migaja del relato nacional que Toirac desempolva con pinzas arqueológicas. En este sentido, el uso del herbario no es anecdótico: las hojas prensadas, organizadas con rigor científico, evocan las plantas que, según el texto de sala, acompañaron a Martí en sus últimos días en la manigua. Pero también remiten a un archivo orgánico, a una historia natural de la guerra que no está escrita en los libros de historia, sino en la tierra misma. Cada hoja, cada nervadura, nos recuerda que la naturaleza fue la primera testigo del sacrificio.



A este diálogo se suma una escultura doble: dos bustos enfrentados de José Martí, modelados con la misma técnica, la misma proporción, pero con sutiles diferencias en el gesto, la mirada, la textura. Como si Toirac pusiera a dialogar al Martí que creemos conocer con el que no nos hemos atrevido a mirar. ¿Es el revolucionario? ¿Es el poeta? ¿Es el mártir, el padre, el cuerpo desnudo y humillado que una vez fue enterrado sin ropa ni honores? La ambigüedad no se resuelve. Y es ahí donde radica su fuerza.


La museografía de la muestra, por su parte, está pensada como un espacio de recogimiento. No hay abundancia de piezas, pero cada una está colocada con una lógica interna que invita a detenerse. La luz, suave pero dirigida, crea una atmósfera casi sacral, donde el espectador no transita como quien observa, sino como quien busca respuestas. La galería deviene entonces un lugar de duelo cívico, de conversación íntima con la memoria.

Y la verdad es que lo que Toirac plantea aquí no es solo una relectura de Martí, sino una pregunta radical sobre la fe. No la religiosa, ni siquiera la ideológica. Hablo de la fe que sostiene los relatos fundacionales, que da sentido al sacrificio, que permite seguir. Acto de Fe es, en este sentido, una obra profundamente política: porque cuestiona los símbolos sin destruirlos, porque devuelve humanidad a las estatuas, porque nos obliga a pensar si aún creemos en lo que decimos defender.

Toirac no moraliza. No juzga. No sermonea. Solo coloca ante nosotros fragmentos, vestigios, detalles que, como todo lo verdadero, no gritan: susurran.

Y cuando salimos de la galería o de su recorrido virtual en mi caso, algo se queda pegado a la piel. Tal vez el polvo de esa piedra que un día fue campo de batalla. Tal vez el eco de una palabra que no se atreve a decir “patria” sin preguntarse primero: ¿para quién?

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