Exposición Abuelas y abuelos prestados, Monik Molinet

Exposición Abuelas y abuelos prestados

17.11.2024

Monik Molinet

Malecón Art 255

15 Bienal de la Habana

DICE EL NIETO (Alexis Díaz Pimienta)

Los abuelos no me gustan /porque se acaban pronto.  / Apenas son una rodilla huesuda,  / una mano en el pelo  / y ya pasan a ser  / una foto en la sala,  / un rostro que se aleja.  / Los abuelos me asustan porque son muy dóciles,  / lo saben todo y cantan.  / Los padres deberían tener  / a los hijos más jóvenes,   / para que éstos a su vez  / tuvieran pronto hijos  / y los abuelos no llegaran tan tarde.

La última vez que vi a mi abuela, me sostuvo la mirada con una intensidad que nunca olvidaré. Había algo en sus ojos, un gesto de cansancio mezclado con la sabiduría de quien lo ha visto todo. Su mano huesuda apretó la mía con fuerza, como si no quisiera soltarla, como si supiera que aquel era un adiós definitivo. Luego de su partida, el silencio en casa se volvió insoportable. Las fotografías de ella, que antes parecían testimonios de una vida llena de historias, se convirtieron en recordatorios crueles de su ausencia. Ese vacío se me removió con «Abuelas y Abuelos Prestados», de Moník Molinet, una exposición que no miré, sino que habité.

La propuesta de Molinet, exhibida en Malecón Art 255, no es un homenaje tradicional. Es una reescritura, un intento por llenar los espacios que la ausencia deja atrás. Para alguien que ha perdido a la única abuela que le quedaba, esta exposición se siente como una carta dirigida al tiempo, como si la artista buscara negociar con él, devolverle aquello que no le dio. En mi caso, la exposición se convierte en un espejo: lo que veo no son solo escenas ajenas, sino fragmentos de una memoria que nunca viví del todo, pero que ahora extraño más que nunca.

Monik parte de un vacío, el mismo que ahora yo siento. Ella no tuvo abuelos, o al menos no los recuerda. Esa carencia se convierte en el motor creativo de esta serie fotográfica donde, con precisión quirúrgica, reconstruye lo que nunca existió. En este ensayo visual, Monik Molinet se presta abuelos, los construye con gestos, con miradas y con espacios que imitan la familiaridad. Pero no hay nostalgia en su obra; lo que hay es una especie de pacto entre lo real y lo imaginado, una negociación constante entre lo que fue y lo que pudo ser.

Las imágenes, cuidadosamente orquestadas, no pretenden engañar al espectador. No son documentales, no buscan la verdad. Más bien, son gestos performativos, actos de invención donde lo que importa no es la fidelidad al recuerdo, sino la posibilidad de que este exista. En estas escenas, veo a mi abuela, pero también a todas las abuelas que pudieron haber sido. Veo su cocina, sus manos arrugadas, su sonrisa a medias. Veo lo que no se repite, lo que se ha perdido.

El contexto cubano de la muestra amplifica esta resonancia. En un país donde los abuelos son pilares emocionales y familiares, esta fotógrafa señala un vacío generacional que trasciende lo personal. Las migraciones, las separaciones forzadas, las pérdidas ineludibles. Todo eso está ahí, en las imágenes. Es imposible no pensar en cómo los abuelos cubanos han sido durante décadas los guardianes de un tiempo que se escapa, los archivistas de un país que cambia demasiado rápido. En mi caso, mi abuela era eso: un archivo viviente. Su partida dejó desordenadas todas las historias que alguna vez me contó.

Lo que más me conmueve de «Abuelas y Abuelos Prestados» es su capacidad para devolvernos algo que creíamos perdido. Las imágenes son profundamente íntimas, pero no son herméticas. Cada espectador encuentra en ellas sus propias historias, sus propios abuelos, los que tuvo o los que siempre quiso tener. En mi caso, encontré a mi abuela en una sonrisa que no era la suya, en un gesto que nunca hizo, pero que en mi memoria inventada ahora le pertenece.

El espacio de Malecón Art 255 contribuye a esa intimidad. Las fotografías, en gran formato, te envuelven, te obligan a mirar de cerca, como si quisieran que las tocaras. Cada escena está cargada de una atmósfera casi ritual. El hogar, como espacio simbólico, se convierte en un escenario donde las memorias inventadas cobran vida. Y aunque estas imágenes no tienen texto complementario, no lo necesitan. Hablan por sí mismas. O, mejor dicho, te obligan a escucharte a ti mismo.

Luego de ver esta exposición, sentí que había hablado con mi abuela. No con la que murió hace unos meses, sino con la que aún vive en mi memoria, la que sostuve en esas imágenes prestadas. Monik me recordó que los abuelos nunca se van del todo, que su ausencia no es más que otra forma de presencia. Ahora, cuando miro las fotos que tengo de mi abuela en casa, ya no siento ese dolor punzante. Siento, más bien, una especie de gratitud. Porque, como en el poema de Díaz Pimienta, los abuelos no se apagan. Cantan.

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